La Garganta del salto del tigre

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Para ir a la garganta del tigre nos levantamos tan pronto que para salir del hotel tuvimos que abrir el candado y los pestillos de la puerta exterior. Eran las 6:35 de la mañana. A las 6:45 llegamos donde nos tenía que recoger el autobús para la Garganta del salto del tigre. Mientras esperábamos desayunamos unas ya, a esta altura del viaje, tradicionales porras chinas. Poco antes de las siete, un chico nos llamó para subir a un autobús azul, y dudamos un poco porque nos habían dado mal la letra de la matrícula: una L por una R. Pero como era del color correcto y todos los números eran iguales… El chico resultó ser el guía.

Al subir, el conductor, que por lo demás era simpático, no nos dejó sentarnos en primera fila, lugar que ocuparon después otras pasajeras (no sabemos por qué). Desde Zhōngyì fuimos haciendo una ruta por la ciudad para recoger al resto de pasajeros y no sé cuánto tardamos en salir de Lìjiāng.

En cuanto salimos de la ciudad el guía cogió el micrófono, y aunque yo pensaba que sería para dar unas breves instrucciones, no lo soltó en casi las dos horas de viaje. ¡Hasta se puso a cantar! A pesar de todo, nos pasamos la primera mitad del trayecto adormilados (yo incluso me había llevado la almohadilla cervical). Por su parte, Amaya, que sí se quedó dormida un rato, me contó que durante su sueño, soñó que entendía lo que decía el guía.

En primer lugar nos llevaron a un punto del río Jīnshā en el que subir a unos botes neumáticos para bajar unos 40 minutos por el río. Como no estaba incluido en nuestro paquete, no subimos, y nos ahorramos así 160 yuanes por persona (21€) (la excursión ya nos había costado 200 yuanes por barba, 26,1€). Eso sí, los turistas chinos soltaron la mosca en masa, y solo uno se quedó con nosotros. Por otro lado, en el punto de encuentro con los navegantes había un museo etnográfico de los Nàxī que pudimos visitar, no así los embarcados ya que nada más llegar ellos, subimos todos al autobús para ir hacia la garganta.

El museo contiene muchos artefactos, una especie de círculo ritual, instrumentos musicales, y también un altar dōngbā (Nàxī es el nombre de la etnia, y Dōngbā el de su cultura) al que ofrecimos unas velas que unas señoras Nàxī nos pusieron en las manos sí o sí. Luego claro querían un donativo… En algunas cosas todas las religiones se parecen sospechosamente. Al fin y al cabo, los dioses son humanos. También había paredes decoradas con escritura Nàxī y tambores con pictogramas, entre otras cosas.

Después del museo ya fuimos hacia la garganta. Desde el autocar las vistas hasta el restaurante donde paramos para comer ya eran espectaculares. La comida, que estaba incluida, no estuvo mal: ocho platos distintos y arroz. Después de comer seguimos por la carretera, con la garganta a la derecha, que no paraba de ganar en espectacularidad.

Así llegamos al punto “superior” de la garganta, en el que hay un mirador sobre la misma y también una estatua del tigre a punto de saltar, pero para nuestro asombro, el conductor cruzó el parking, se metió por un túnel y siguió. Lo que vino a continuación fue un recorrido de pesadilla, con una carretera que estaba sobre el precipicio constantemente, y tan estrecha que no había espacio ni para quitamiedos. Además en algunos puntos, había restos de derrumbes, uno concretamente, una roca que tenía el tamaño de un coche y ocupaba todo el carril del sentido contrario, y también había un tramo donde el asfalto había desaparecido. En una de las curvas más cerradas, Amaya llego a gritar de miedo. Para rematarlo, en algunos puntos había como pequeñas cascadas que mojaban la calzada. Para más inri, en un momento dado del trayecto el conductor paró cerca de una casa semiabandonada, abrió la puerta y el guía se bajó. Fue corriendo hasta el edificio, subió a la segunda planta como un gamo y desapareció, para volver al cabo de unos segundos con un oso de peluche enorme metido en un cesto, que dejó en el maletero del autocar.

Finalmente, pasadas las casas de huéspedes del punto “central”, el autocar se detuvo y bajamos. Allí, algunos del grupo alquilaron unos bastones para caminar por la montaña, pero nosotros no. Sin más, empezamos el descenso hacia el río, larguísimo y con mucho desnivel. La bajada era más o menos fácil, pero sólo pensar en volver a subir…

Durante el descenso fuimos disfrutando del paisaje, a pesar de que de vez en cuando lloviznaba. Sin muchas novedades más que las paradas en los puestos que jalonan el camino y que además de descanso ofrecen agua y refrescos (algunos también cerveza) llegamos al punto más bajo del descenso en su primera fase, desde el que ya se divisaba la roca del salto del tigre. El último tramo, fue más o menos paralelo al río y con la última bajada casi a plomo sobre la perpendicular de la misma roca. Allí, por 10 yuanes por persona, cruzamos el puente colgante para llegar al Peñasco. Cabe decir que hasta el punto “superior”, toda la administración corre a cargo de la oficialidad china, pero que en el punto “central” ya no, y que el mantenimiento de los caminos, escaleras y puentes de la zona corre a cargo de la gente que vive allí, por lo que no nos importó pagar los 10 yuanes de cruzar el puente colgante.

¡Qué se puede decir! La experiencia es increíble, con las paredes de la garganta que se elevan más de 3.000 metros a ambos lados y el rugir y los remolinos del agua alrededor. ¡Y cruzar el puente, claro! Nos sentimos como Indiana Jones en el Templo Maldito, je je je.

Después de la roca, teníamos que volver a subir y por suerte, no se trató de desandar el camino sino de otro más directo, pero con más escaleras que Cirith Ungol. Algunas eran metálicas, ancladas a la roca y parecidas a las de las piscinas. En algunos puntos se veían debajo, o al lado, otras más antiguas y precarias hechas de madera. Por mi parte, subí con un solo brazo, ya que el izquierdo no me da para estos menesteres. Fue algo bastante duro. Por otro lado, para la gente que no podía usar las escaleras pegadas a la pared, había también un camino de escalera en la roca pero mucho más largo. El tramo de escaleras empinadas se terminó más o menos a la altura de la parada de ponys y sus montañas de boñigas que ya nos acompañaron hasta el final. En los últimos metros del ascenso, me sentía como Frodo o Sam en el Monte del Destino. Estaba agotado.

Para recuperar fuerzas, tomamos un té (Amaya) y una Coca-Cola (yo) mientras esperábamos a los más rezagados del grupo. En el camino de regreso, nos decepcionó un poco no parar en el mirador turístico del punto “superior”, que de hecho, ya estaba cerrado. Por otro lado, nos llevaron a un “supermercado” de esmeraldas (y otras piedras que no sabemos muy bien qué eran) donde los lineales estaban organizados por precios (de pocos cientos de yuanes a varios millones). Saliendo de allí, el guía empezó uno de sus habituales discursos, en el que había además, cierto grado de respuesta por parte de los otros pasajeros. Nosotros, sin entender ni jota, participáramos alegremente “hu”, “ha”. Luego, nos enteramos de que entre otras cosas, habíamos votado sobre si volver a la ciudad por carretera o por autopista. La opción ganadora fue la autopista y todos los pasajeros tuvimos que poner dos yuanes cada uno ¡para pagar el peaje!

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A la ida, el autocar fue recogiendo a los pasajeros cerca de sus hoteles o de las agencias de viaje donde habían contratado la excursión, pero a la vuelta nos dejó a todos en el mismo sitio. Por suerte para nosotros, fue muy cerca del mercado Zhōngyì.

Al llegar a la ciudad, y después de ver una plaza que había cerca de donde nos habíamos detenido, buscamos infructuosamente una casa de huéspedes que habíamos visto por el centro la noche antes en la que reservaban billetes de tren, para ver si reservamos allí los billetes para volver Kūnmíng. No la encontramos aunque anduvimos el camino prácticamente igual con la ayuda del mapa. Por suerte, aprovechamos las vueltas que dimos para comprar una camiseta como la mía para Flavia, que dice “te quiero” en idioma Nàxī. También miramos los precios del té de jazmín para Amaya, pero no nos convencieron, además de comprobar que cuando más hacia el centro más caro era el mismo té. El precio del té en las tiendas de recuerdos de Lìjiāng sirven como las curvas de nivel de un mapa, y con preguntar el precio en alguna es suficiente para saber a que distancia te encuentras de la Plaza del Mercado.

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Para terminar, llegamos al Garden Inn, el hotel al que queríamos ir cuando llegamos a la ciudad pero al que habíamos renunciado porque estaba muy lejos. Sin embargo, ya era tarde, y no podían reservarnos los billetes de tren para Kūnmíng porque el chico de los recados ya había terminado de trabajar, y además la oficina de tren estaba cerrada.

De regreso al hotel paramos a cenar en el restaurante Yīpǐn, donde habíamos comido el día anterior. Amaya repitió el pollo con cacahuetes y yo comí unas berenjenas rellenas muy ricas. El relleno además, era diferente al típico que se hace en España, y parecían más bien como unos sandwiches de berenjena.

Bueno, y eso es todo por esta entrada. En la siguiente seguiremos por la región de Lìjiāng.

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