La tercera etapa del tour, si puede llamarse así, fue una parada en un mirador para ver el valle del Draa, o mejor dicho un cañón del valle. El cañón parecía un escenario de ciencia ficción, quizá por el aspecto que le confería estar completamente seco. Por cierto, si en febrero estaba seco, ¿cómo estará en verano? La parada fue corta y además de las vistas lo más destacable fue el viento huracanado que soplaba.
Cuando retomamos el camino fuimos, parecía que a contrarreloj, hacia Zagora. Pero si digo “parecía” es porque de manera incomprensible hicimos una última parada en una especie de área de descanso poco antes de la entrada a la ciudad. En realidad de incomprensible nada, fue simplemente una de las paradas que los conductores hacen en los negocios que dependen de los turistas, claro.
En consecuencia, y por culpa también de la chica del grupo que se había perdido en Aït Ben Haddou, llegamos a la estación de los dromedarios a las 18:10, justo cuando acababa de ponerse el sol. La verdad es que nos sentó fatal perdernos la cabalgata al atardecer pues era lo que más ilusión nos hacia cuando contratamos el tour. Se confirmó para mí, una vez más, que salvo con un grupo de japoneses que cumplen los horarios a rajatabla, los viajes organizados son un asco.
Como ya se había puesto el sol, el trayecto en dromedario terminó cuando ya era completamente de noche. Los camelleros iban andando y cada uno tiraba de una hilera de cuatro dromedarios atados que se movían en fila, excepto uno al que le tocaron cinco porque éramos diecisiete. Los dromedarios siguen unos pequeños senderos repisados que los camelleros conocen perfectamente, pero a mí me tocó un dromedario miedoso, el último de mi caravana, y se pasó todo el trayecto con la cabeza pegada al cuarto trasero del dromedario de enfrente. Por lo tanto, anduvo fuera del sendero y eso hizo el trayecto más incómodo ya que tropezó varias veces.
Subir a un dromedario también tiene su intríngulis. Una vez en la silla, ligeramente retrasada respecto a la joroba y no directamente encima porque eso les molesta, el animal, que hasta el momento está “de rodillas”, se levanta, empezando por las piernas traseras, con lo que tú te abalanzas hacia delante y tienes que ir con cuidado de no caerte. Luego, extiende las patas delanteras y te vas atrás, aunque el peligro de caída es mucho menor. La silla por su parte, es bastante incómoda y al poco rato ya me dolían las ingles. Supongo que en las caravanas que hacen caminos más largos, como por ejemplo Zagora-Tumbuctú en 52 días, las sillas serán más cómodas. Una vez en marcha, hay que estar atentos a los accidentes del terreno, sobre todo los desniveles, para no caerse hacia delante o hacia atrás según sea el caso.
Como he dicho, durante el trayecto fue anocheciendo y bastante antes de llegar al bivac ya nos dimos cuenta de que el cielo estrellado iba a ser una maravilla. Lo que pasó en el campamento lo contaré en la próxima entrada.