El campamento en el que hicimos noche en el Sahara estaba formado por doce tiendas en círculo. Once eran para dormir, con capacidad para cuatro personas y la duodécima era la jaima restaurante-salón. A nosotros nos tocó la número siete y tuvieron que ponernos un colchón extra porque íbamos a ser cinco. Los cuatro de nuestra minicaravana, y una chica galesa que no sabría hasta más tarde por qué, no durmió en la tienda que les hubiera correspondido por su grupo de dromedarios. Era insoportablemente maleducada y egoista.
Una vez hubimos dejado el equipaje en la jaima dormitorio, los bereberes nos pidieron que fuéramos a la tienda principal, donde nos agasajaron con té a la menta mientras preparaban las mesas para la cena. A nuestro lado se sentó un chico bereber de venticinco años que hablaba español y nos explicó muchas cosas sobre la vida seminómada que llevan, y los problemas que tienen ahora para moverse a través de las ancestrales rutas comerciales que cruzan el desierto por culpa de los modernos conflictos fronterizos. Con una charla muy interesante llegó la hora de la cena.
Nos movimos a otra mesa en la que estábamos casi todos los del microbus, y rebotada de la mesa de al lado, que supuestamente estaba llena aunque no lo pareciese, llegó la galesa cuando la sopa ya estaba en la mesa. En el centro había una bandeja de pan de la que cada uno había cogido un pedacito para acompañar. Por lo visto, a la chica de Gales la sopa no le gustaba demasiado y se dedicó a terminarse todo el pan que quedaba, mojándolo apenas en el caldo. Pero aunque no me gustó su actitud, eso no fue tan grave, ya que más tarde trajeron más pan. Lo peor llegó con el plato principal, tajina de cordero.
Ciertamente, en la fuente que trajeron había poca carne pero todo el mundo la podría haber probado si no hubiera sido por el personaje. Nada más llegar el bereber que nos servía con la fuente, se abalanzó hacia ella y poniendo como excusa-justificación que no le gustaban las verduras, se puso a escarbar hasta ponerse, no exagero, más de la mitad de toda la carne que había para todos. Básicamente, llenó su plato de cordero y nos dejó las patatas y la zanahoria al resto. Así, hubo gente que terminándose la sopa aún, no llegó a tiempo de ponerse algo de carne en el plato y no la cató. Pero la cosa aún podía empeorar, y lo hizo, porque luego de marranear con la carne del plato y no terminársela, se dedicó a darsela de comer a un gato que había por allí…
Luego llegó el postre, naranja cortada en gajos. Cálculo que tocarían unos dos por cabeza, pero como la gente todavía estaba intentando saciar el apetito con las patatas que nos había dejado la impresentable, esta se puso la fuente de fruta enfrente, como si de su plato se tratara, y no se detuvo hasta que, después de comer la mitad más o menos, no alcanzó para que todos comieran al menos un gajo. Me hubiera encantado ponerla en su sitio, pero como nadie dijo ni mu, y además me daba la impresión de que me hubieran dejado solo, eché mano de mi experiencia en comer a toda velocidad, para al menos probar un poco de todo y asegurarme de que Amaya también podía cenar.
Después de la cena teníamos un rato libre para hacer lo que quisiéramos y nosotros optamos por salir al desierto y contemplar las estrellas echados en unos taburetes que puse en fila. ¡Qué espectáculo! La bóveda celeste en todo su esplendor. Las estrellas vistas como es imposible hacer en las ciudades y otros lugares de gran contaminación lumínica. De hecho, en lugares semi-rurales de España o Japón, uno puede ver más estrellas sobre su cabeza, pero nunca se logran ver cuando uno dirige la mirada al horizonte ya que la luz de las no tan lejanas ciudades te lo impide. Allí, no. En cualquier dirección y hasta el mismo horizonte la negrura es absoluta y el cielo está tupido de estrellas. De hecho, la línea del horizonte no la marca el resplandor acumulado, sino al contrario, el cambio entre cielo estrellado y tierra negra.
La experiencia es impresionante y hermosa, y cuando miras lugares del cielo conocidos, y localizas una constelación que te gusta, la cantidad de estrellas que hay dentro y alrededor hace que a veces te cueste reconocerla. Un ejemplo sería mi constelación favorita, Orión; donde vivo normalmente puedo ver su cinturón, Alnitak, Alnilan y Mintaka, y dos de los cuatro extremos, Betelgeuse y Rigel, siendo el brillo de los otros dos, Bellatrix y Saiph bastante tenue. En el desierto sin embargo, además de ver la constelación completa, parece que lleve un vestido de lunares.
Mientras mirábamos las estrellas, en la tienda principal empezó la fiesta bereber, con unos cuentos músicos tocando djembe, qraqeb (en la foto de portada es lo que toca el chico de más a la izquierda) y las palmas, mientras otros bailaban. Salieron también a bailar un par de subsaharianos espontáneos y hay que ver como lo vivían. La música era solo de percusión y voz y de vez en cuando sonaba algún chillido bereber, aunque no se prodigaron mucho en esta suerte. El repertorio incluyó canciones del desierto, totalmente desconocidas para nosotros, y algunos hits modernos como el Waka-waka o el Ai si eu te pego… Yo ese día no estaba muy bailongo, pero sí me senté con los músicos a dar palmas.
Después de quizás una hora, Amaya y yo nos fuimos a acostar, aunque la fiesta siguió hasta la madrugada. Al llegar a la jaima solo estaba acostada la chica galesa, motivo por el cual no me corté nada en encender la luz y hacer todo el ruido posible mientras me ponía el pijama.