Los jardines de la familia Zhū y el centro de Jiànshuǐ

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Después de la visita a la Cueva de las golondrinas volvimos a Jiànshuǐ y en la estación de autobuses despedimos a Helena que ya volvía a Kūnmíng. Desde allí volvimos al centro andando y comimos enfrente de la Puerta del Este. Pedimos dos raciones de xiǎolóngpáo y a la hora de pagar los 14 yuanes (7 x 2) el hospedero fue tan honesto de avisarnos de que hasta ese momento solo nos había traído la primera ración. No es que nos hubiéramos quedado con hambre, pero en vista del precio y las raciones decidimos pedir una de jiǎozi y acabamos poniéndonos hasta las cejas.

Después de comer, no obstante, llegó el momento tonto del viaje. No sabíamos exactamente dónde estaban los jardines de la familia Zhū y, como queríamos llegar pronto, eran más de las 15:00 y quizá cerrasen a las 16:00, preguntamos al conductor de un autobús que estaba en Lin’an Lu cargando y descargando pasajeros. Le mostré los caracteres chinos de la atracción turística y le pregunté si su autobús iba en esa dirección. Me dijo que sí. Luego, resultó que no teníamos suelto para pagar y tuve que cambiar un billete de 5 yuanes por 3 yuanes sueltos que me dio una señora. Total, en cuanto el autobús arrancó, avanzó unos 10 metros hasta la primera calle, se detuvo y el conductor abrió las puertas. Los jardines de la familia Zhū estaban en esa calle a unos 50 metros… Mientras bajaba soltando improperios e imprecaciones, vi por el rabillo del ojo que los pasajeros se reían por lo bajini. Los jardines de la familia Zhū, menos mal, no nos defraudaron nada. 

Nada más entrar había un maestro calígrafo, nombrado uno de los mejores cien de toda China y nacido en Jiànshuǐ, y pudimos ver algunos de sus trabajos, ¡tremendos! Y además, era simpatiquísimo. Llegó a cantarnos una canción con letra sobre España pero con la música de Red River Valley.

Los jardines de la familia Zhū a pesar del nombre, son en realidad una antigua vivienda, un complejo de 12 pabellones en tres hileras de cuatro pabellones con patios entre ellos. La visita fue muy tranquila, incluso me detuve a dibujar un ratillo en el diario de viaje. Además de los jardines y pabellones, una de las cosas más interesantes que vimos fue una colección de fotos antiguas, calculamos que de finales del siglo XIX y principios del XX. La pena es que los pies de foto no estaban nada más que en chino.

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Al salir de los jardines fuimos a pasear por el centro de la ciudad vieja de Jiànshuǐ, al norte de Lin’an Lu. Todo es muy bonito y pintoresco y observé que las construcciones nuevas se ciñen al estilo arquitectónico tradicional, con lo que se trata de mantener la atmósfera de la ciudad.

Finalmente, pasamos por un templo taoísta en el que un señor de 90 años (lo único que entendí de todo su discurso) nos soltó un rollo increíble. Es curioso como no se dan cuenta de que no entendemos nada de nada y siguen a lo suyo hasta que terminan lo que quieren decir. En el mismo templo había unos jóvenes “skaters”, uno de los cuales llevaba una camiseta roja de “Spain”. Sin embargo cuando tratamos de decirle que nosotros éramos españoles, resultó que no tenía ni idea de que era “Spain”, ni siquiera sospechaba que fuera el nombre de un país.

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Para terminar el paseo tomamos un té con leche de soja, Amaya, y un café con leche, yo, en un puesto callejero y tiramos hacia el hotel. Allí nos dijeron que faltaba la llave de la habitación 305 y que no nos iban a devolver el depósito. Después de un intenso tira y afloja mediante el traductor automático de Bing, conseguimos que el recepcionista nos perdonase la deuda. Luego, al llegar a la habitación, nos dimos cuenta de que, por alguna extrañísima razón, Amaya tenía las dos llaves, la de nuestra habitación y la de la habitación que había ocupado Helena.

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Después de descansar un poco, salimos a cenar la típica barbacoa de Jiànshuǐ. Esta funciona de manera muy simple. Uno se acerca al sitio, un bar, restaurante o simple puesto callejero, y elige los pinchos que quiere comer entre los que hay en exposición. El “camarero” los pone en una bandeja y se los lleva al “cocinero” que los hace al carbón. Luego te los traen y ¡a comer! Nosotros, además de carne y gambas, comimos “hierba colmillo de elefante”, una cosa típica de Yúnnán, y yo me lancé a probar los saltamontes a la brasa. No estaban nada mal.

Mientras comíamos en el callejón nos volvió a pasar lo mismo que con el viejo taoísta. Un señor se nos acercó, nos dio un discurso, siempre con una bonita sonrisa, y se fue ajeno todo el rato a nuestra cara de “no te entiendo”. Para terminar, fuimos al supermercado, lo habíamos descubierto ese mediodía, a comprar el postre y el desayuno del día siguiente.

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